El problema de las niñas embarazadas en Guatemala no se puede reducir simplemente a abuso y misoginia. Tratarlo de esa forma, es seguir apañando instituciones supuestamente «feministas» que sirven para lucro y fama de las ya empoderadas, mientras se deja en último lugar a las mujeres que sufren la desigualdad más indignante en carne propia. Tampoco es simplemente cultural, como quieren decir los racistas decimonónicos. Al menos, en el caso de Alta Verapaz, Quiché y Huehuetenango, puedo dar fe de que sí hay una costumbre de casar a las hijas antes de los quince años, como ocurría durante la época maya, cuando los adolescentes eran obligados a casarse al llegar a los 14 años. Sin embargo, la mayoría de familias no lo hace por mantener vivas las tradiciones, sino por falta de dinero. Habiendo poca tierra para cultivar y sostener una familia numerosa, el matrimonio es la manera menos traumática, de separarse de los hijos. No es de extrañarse entonces, que sean precisamente esos los departamentos desde donde sale la mayoría de migrantes indocumentados, jóvenes adolescentes, casi niños. Si el fenómeno sigue aumentando, pese a tantas ONG`s en el área, ofreciendo becas a las niñas (puesto que muchas familias no se preocupan de que ellas estudien), o huertos familiares a campesinos sin tierra, es porque las mineras, hidroeléctricas y cultivos de palma africana siguen usurpando tierras comunales y dejando sin medio de subsistencia a miles de campesinos. Si a los gringos en verdad les preocupara las condiciones de vida de estas niñas, bastaría con efectuar sanciones económicas contra dichas empresas. Pero como así es la doble cara de la cooperación internacional. No se escandalicen entonces, si las organizaciones campesinas, muchas veces lideradas por mujeres, deciden sabotear a dichas empresas, y de paso, mandar mucho al carajo a las falsas feministas.
